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Reflexión: El lirio y el pájaro

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Había una vez un lirio que crecía sano en un lugar apartado, junto a un arroyo. El lirio vestido hermosamente vivía despreocupado y alegre durante todo el día. El tiempo pasaba felizmente sin que él siquiera se diera cuenta. Y sucedió un buen día que un pajarillo fue a visitar al lirio, y habló con él de tonterías y cantó alguna cancioncilla.

El pájaro volvió al día siguiente, y al otro, y al siguiente… Después de una semana, de pronto se ausentó unos cuantos días, hasta que al fin otra vez regresó diariamente. Esto le pareció al litio extraño e incomprensible; pero sobre todo le pareció caprichoso. Pero lo que suele acontecer con frecuencia también le aconteció al lirio: a medida que se alternaban sus visitas con sus ausencias se iba enamorando más y más del pájaro, quizá justamente porque el lirio nunca había conocido a nadie tan caprichoso.

Aquel pajarillo no era un buen pájaro, de buena familia o de buen corazón. En vez de alegrarse por su belleza y regocijarse a su lado con su frescura e inocencia, trataba casi todo el tiempo de darse importancia, utilizando para ello su libertad y haciendo sentir al lirio lo atado que estaba al suelo.

El pajarillo era además un charlatán y narraba al tuntún cosas y más cosas, verdaderas y falsas; contaba cómo en otras tierras había otros muchos lirios maravillosos, junto a los cuales se gozaba de una paz y una alegría, un aroma, un colorido y un canto de pájaros indescriptibles.

El pájaro daba fin a cada historia con alguna variación de la siguiente frase: «Comparado con ellos pareces un don nadie. Eres tan insignificante que no sé con qué derecho te llamas a ti mismo un lirio».

Cuanto más escuchaba al pájaro, mayor era la preocupación del lirio. No podía dormir tranquilo ni despertarse alegre. Se pasaba el día entero pensando que era un desgraciado, que estaba encarcelado y atado al suelo, que no era justo.

El murmullo del agua, que siempre lo había acompañado, se le antojó aburrido y los días se le hicieron cada vez más largos.

Y empezó a hablar consigo mismo:

—Es muy fastidioso esto de tener que oír eternamente un día tras otro lo mismo… Es algo inaguantable. Y encima parecer tan poca cosa como yo… Ser tan insignificante como el pajarillo dice que soy… ¡Ay! ¿Por qué no me tocó existir en otra tierra, en otras circunstancias? ¿Por qué no habré nacido yo en aquella tierra lejana? Yo no aspiro a lo imposible, a convertirme en algo distinto de lo que soy, por ejemplo en un pájaro; mi deseo es simplemente llegar a ser un lirio maravilloso, a lo sumo el más maravilloso de todos.

Mientras tanto, el pajarillo iba y venía, y en cada visita y cada despedida hacía crecer la inquietud del lirio.

Por fin, un día, la flor se confió completamente al pájaro y le contó sus deseos. Le pidió ayuda para cambiar.

Por la mañana temprano vino el pajarillo; con su pico echaba a un lado la tierra que rodeaba la raíz del lirio para que éste pudiera quedar libre. Terminada la tarea, el pájaro se irguió vanidoso, guiñó un ojo al lirio, sacó pecho y, tomando al lirio, lo levantó en el aire y lo partió.

El pájaro había jurado llevar al lirio allá donde florecían los otros lirios maravillosos; después lo ayudaría a quedarse plantado allí y, gracias al cambio de lugar y al nuevo entorno, sería el pájaro el primer testigo de la transformación.

¡Pobre lirio, se marchitó por el camino!

Si el preocupado lirio se hubiera contentado con ser lirio donde nació, no habría llegado a preocuparse; y sin preocupaciones podría haber permanecido en su lugar, y hubiese sido precisamente ese lirio el mejor lirio que él pudiera llegar a ser.

A veces nosotros actuamos como el lirio de la historia, sucumbiendo a las sugestiones de los demás y con la necesidad de vivir de comparaciones. El lirio se compara porque mira hacia fuera para saber quién es, cómo debe ser y cuál es su verdadero valor. En realidad la felicidad se encuentra si conseguimos mirar hacia dentro de nosotros. Eres feliz si te limitas a ser lo que en realidad eres, si aceptas tu condición y vives feliz allá donde te encuentres… porque «donde Dios nos sembró, es preciso saber florecer».

Autor: Soren Kierkegaard

No dejes que el ruido de las opiniones ajenas, silencien nuestra propia voz interior.

-Steve Jobs

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