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Reflexión: El príncipe

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Érase una vez un rey con grandes posesiones; vivía en un palacio suntuoso. Su hijo, el príncipe, gozaba para sí de una hermosa colección de caballos blancos para pasear por sus tierras. Salió un día a pasear montado en su caballo blanco preferido. De pronto vio un hormiguero. Se bajó y dedicó un tiempo a observar con detenimiento e interés la vida de las hormigas.

Le sorprendió y dolió ver cómo las hormigas se afanaban presurosas por acaparar y almacenar comida para el invierno. Comían, transportaban, se molestaban con sus desproporcionados cargamentos.

Reflexionó por largo tiempo. Y volvió a su palacio.

Requiero su permiso para hacerme hormiga dijo sin vacilar y con decisión firme a su padre, que oía sorprendido.

¿Qué me pides? Reflexiona. Tú, príncipe, lleno de esperanzas y seguridades… ¿convertirte en hormiga?

Lo tengo decidido, padre; sólo necesito tu permiso.

Después de largo intercambio de razonamientos y porfías el príncipe obtuvo lo que deseaba.

Convertido en hormiga, marchó a vivir al hormiguero que a él le había llamado tan hondamente la atención. Empezó a vivir con las hormigas; trabajaba como ellas, participaba en las distintas actividades del hormiguero…

Muy pronto quiso presentar a las hormigas sus ideas: ideas de participación sosegada y reflexiva, de convivencia, de interés mutuo… expresiones de amistad.

Las hormigas no comprendían el alcance de aquellas ideas a las que estaban desacostumbradas. Ellas siempre habían trabajado así: cada una lo que podía, con afán de almacenar, sin preocuparse de la vida de las demás.

En consecuencia, algunas desatendieron el mensaje, otras lo desconsideraron; algunas lo despreciaron; y también hubo hormigas que combatieron estas ideas extrañas.

La hormiga-príncipe ocupó mucho tiempo en presentar estas ideas. No tenía prisa, quería “convencer” con el ejemplo.

De pronto un día un grupo reducido de hormigas se reunieron en asamblea secreta durante la noche y decidieron prescindir de aquella hormiga extraña, loca, que con sus enseñanzas perturbaba la vida normal que siempre habían vivido. Su mensaje exigía comportamientos nuevos y no estaban dispuestas a ceder en sus posiciones. La decisión la pusieron en práctica de inmediato.

Agarraron a la hormiga-príncipe con sus patas, la increparon con violencia, la sacaron del hormiguero a empujones y una vez fuera entre voces y picotazos, la patearon sin piedad. Ninguna otra hormiga la defendió y murió abandonada en las afueras del hormiguero.

Las hormigas más representativas del grupo convocaron a una fiesta de victoria: sus criterios se habían impuesto sobre el mensaje de la hormiga-príncipe que había venido de lejos a compartir y enseñar.

 

 

Cuando alguien nos plantea cambiar nuestros comportamientos por otros más solidarios lo que suele ocurrir es que, de entrada, los rechazamos. No nos gusta que nadie cambie nuestras estructuras, nuestras formas de actuar. Preferimos imponer nuestro criterio antes de aprender a compartir y a evolucionar.

 

Autor: Desconocido

 

 

«El sabio puede cambiar de opinión. El necio, nunca.»

-Immanuel Kant

 

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