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Reflexión: ¿Sueño o realidad?

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Hace innumerables años, entre la multitud de galaxias y estrellas del universo, había un pequeño planeta. En él habitaban dos razas inteligentes y apacibles, llamadas los “diurnos” y los “nocturnos”. Sus diferencias se completaban mutuamente, y vivían en armonía y paz.

Los diurnos permanecían conscientes y activos sólo durante las horas del día. Apenas el sol se hundía tras el horizonte, entraban en un sueño profundo y sin sueños, del que nada podía sacarlos hasta el amanecer.

Tan pronto como la primera claridad de la mañana rozaba sus párpados, los diurnos se despertaban y reanudaban sus actividades sin tener idea de las largas horas pasadas en la oscuridad. Vivían en la ilusión de que la vida constaba sólo de ininterrumpida claridad.

Por el contrario, los nocturnos se volvían activos sólo cuando el sol desaparecía y las tinieblas cubrían el planeta. En el momento en que iba a salir el sol se quedaban dormidos, y así permanecían olvidados de todo, hasta que la última claridad del día se disipaba. Creían que la oscuridad de la noche era la única realidad. No tenían idea de las horas de claridad que transcurrían mientras ellos permanecían dormidos.

Los diurnos y los nocturnos eran creadores e inteligentes. En el trascurso de los años exploraron el mundo en el que vivían y aprendieron a estimar sus múltiples maravillas.

A los nocturnos les entusiasmaba la majestad del cielo. Llegaron a ser grandes astrónomos y escribieron eruditos tratados sobre las leyes y movimientos del firmamento nocturno. Les encantaba la pálida belleza de un paisaje lunar, el claroscuro de la luz y la sombra de las cumbres de las montañas. Escribieron sublimes poesías cantando el rielar de las estrellas en el agua y los secretos misterios de la selva.

Los diurnos celebraban la claridad y el calor de su mundo. Compusieron doctos volúmenes sobre el calor y la luz. En poemas y cuadros pintaron los delicados matices de las alas de las mariposas, el hermoso colorido de las flores silvestres, los múltiples tonos verdes del dosel de la selva. Cantaron los cielos azules y los jardines inundados de sol.

Pero, al fin, llegó un momento en que los diurnos descubrieron las obras científicas y literarias de los nocturnos. Según las leían, su curiosidad se trocaba gradualmente en asombro y confusión.

“¿Qué es todo esto?”, se preguntaron. “¡Constelaciones! ¡Estrellas! ¡Luna llena! ¡Corrientes plateadas!”.

Investigaron e investigaron, pero no lograron descubrir el paradero de las estrellas y las galaxias. No consiguieron descubrir montañas bañadas por la claridad de la luna o lagos serenos bajo la oscuridad del firmamento.

Al final, decepcionados y pensativos, se dijeron: “Esta gente son mercaderes de sueños y cuentistas. Ignoran la realidad. No pueden decirnos nada de nuestro mundo”.

También los nocturnos descubrieron las obras de los diurnos. En vano intentaron descubrir firmamentos azules y la claridad del sol. Buscaron setos salpicados de flores de brillantes colores y escudriñaron las copas de los árboles intentando sorprender el tornasolado destello de las alas de un águila real. “Estas obras no tienen sentido”, se dijeron cuando todos sus esfuerzos hubieron fracasado. “Los que han escrito estos libros o son mentirosos o locos. Los ignorantes no tienen idea del mundo real”.

Los diurnos y los nocturnos dejaron de explorar los misterios de la naturaleza. No escribieron ya poesías ni estudiaron su entorno. En lugar de ello se pasaban el tiempo redactando largas críticas sobre las obras de los otros, impugnando y refutando sus percepciones y valoraciones.

Se volvieron suspicaces unos de otros y sus críticas se hicieron cada vez más hostiles y abusivas. Surgieron enemistades entre ellos, hasta que al final se dijeron: “Esta gente es peligrosa. Socavan nuestras firmes creencias y tradiciones. Si les dejamos, subvertirán nuestro sistema de valores y destruirán nuestra cultura. Son una amenaza para la sociedad civilizada”.

Estalló la guerra entre los diurnos y los nocturnos. Fue una guerra extraña, silenciosa y a sangre fría, más destructora que las guerras libradas con bombas, fusiles y espadas. Por la noche, los nocturnos asesinaban a los dormidos diurnos, y durante el día los diurnos mataban a los indefensos nocturnos.

Así fue como la vida quedó destruida en su mundo. El planeta siguió girando, silencioso y desierto, entre las esferas, sin nadie que cantara las deslumbrantes maravillas del día y los misterios nocturnos de la claridad lunar.

Nuestras ideas acerca de la realidad están condicionadas por la sociedad en la que hemos nacido, por nuestro medio cultural y religioso, por la época y el lugar en que vivimos. Los diurnos y los nocturnos eran correctos en sus afirmaciones, pero sólo conocían la mitad de lo que había que conocer. Hay que valorar los distintos puntos de vista y no negarlos pues nos privamos a nosotros mismos de crecer en comprensión y conocimiento, por eso lo mejor es el diálogo y el entendimiento para comprender las diferencias y la realidad en su conjunto.

Autor: Desconocido

«Mientras nosotros decidimos el cómo, la vida define el cuándo.»

 

 

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